Agricultura climáticamente inteligente

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Mal que les pese a algunos, gran parte de la sociedad poco a poco va asumiendo que el Cambio Climático es una realidad. Mucha gente lo asocia simplemente con un aumento global de las temperaturas, idea que se instaló en nuestras mentes gracias al concepto de «efecto invernadero», bastante más sencillo de entender.

Pero el funcionamiento del clima es tremendamente complejo, y ese efecto invernadero que forma parte de los factores que explican su comportamiento, está desbaratando los patrones climáticos que conocíamos hasta ahora. Otras consecuencias del Cambio Climático que comienzan a ser visibles son el cambio de los patrones de precipitación, el aumento del nivel del mar o una mayor frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos (sequías, inundaciones, ciclones, huracanes, etc). Estos efectos complican la vida, e incluso la supervivencia de mucha gente – a los habitantes del diminuto estado de Tuvalu en pleno Pacífico que se están quedando sin isla donde vivir, a las poblaciones nativas en Alaska y Groenlandia que se están quedando sin caza ni pesca, o a las poblaciones cercanas al lago Chad, que se están quedando sin lago, y por tanto sin los diversos alimentos que proporciona – hasta tal punto que se ha acuñado el término «refugiados climáticos«.

Estos cambios afectan muchísimo a la agricultura y la ganadería, actividades en las que el clima es un factor fundamental, por ejemplo para la llegada de plagas. Si además consideramos que la mayoría de personas pobres del mundo viven en zonas rurales y la agricultura constituye su principal fuente de ingresos, nos enfrentamos a un gran problema. Pero, por otra parte también es innegable que, vistas globalmente, la agricultura y la ganadería son una de las principales fuentes de emisiones de gases de efecto invernadero. Así que podríamos decir que son víctimas y verdugos en el escenario del Cambio Climático. Por esta razón surge en 2010 de manos de la FAO el concepto de «Agricultura Climáticamente Inteligente», también conocida por sus siglas en inglés CSA ( «Climatic Smart Agriculture»).

Realmente no es una nueva práctica innovadora, ni siquiera un manual «de buenas prácticas»; se trata de un nuevo enfoque que aborda de manera conjunta la seguridad alimentaria y los retos climáticos. Y pretende hacerlo abordando los problemas concretos de diferentes regiones y países.

La agricultura climáticamente inteligente se basa en tres pilares fundamentales que podríamos resumir en: mayor productividad para satisfacer las demandas futuras, resiliencia ante los cambios y mitigación del efecto invernadero, reduciendo o compensando las emisiones de gases de efecto invernadero. Para conseguirlo es necesario llevar a cabo una serie de acciones: estudiar cómo incide el problema y que opciones existen en cada país, apoyar la creación de marcos políticos propicios y armonizar las actuaciones de los distintos ámbitos que inciden sobre la agricultura y el cambio climático (agricultura, medio ambiente, desarrollo, hacienda…), reforzar a las instituciones encargadas de capacitar y motivar a los agricultores.

En resumen, la idea es ayudar a los agricultores – que son los principales conocedores de su entorno – a identificar las opciones climáticamente inteligentes más adecuadas, que además puedan implementarse fácilmente; y claro, para lograr el éxito es necesario contar con el suficiente capital, tanto humano como económico. Dinero, que según prevé la FAO, procederá de inversiones de los sectores público y privado. Este dato, y las amplias premisas de la CSA, han levantado cierta suspicacia entre ONGs y organizaciones defensoras de modelos mucho más basados en la agroecología.

Esto de la CSA podría parecer una propuesta muy genérica y alejada de nuestras preocupaciones y nuestro entorno. Pero España tiene que ponerse las pilas porque, al menos en el ámbito geográfico europeo, estamos «en primera línea».

Aunque el Ministerio de Agricultura sigue trabajando en la lista de medidas incluidas en la “Hoja de Ruta 2030”, no se puede decir que no disponemos de herramientas y conocimiento para ir aportando soluciones desde ya. Prácticas como el no laboreo y la siembra directa, la introducción de márgenes o islas vegetales intercaladas en los cultivos o la restauración de tierras degradas van ganando terreno tímidamente gracias a políticas agrarias y ambientales ya existentes. Y que ahora, junto con otras medidas agrosilvopastorales forman parte de la iniciativa “4por1000”, que busca fijar parte del exceso de carbono en los suelos.

Parece que a las nuevas corrientes que buscan una agricultura y ganadería más sostenibles hay que ponerles un nombre, a ser posible curioso o llamativo, que las haga merecedoras de cierto impulso político, económico o mediático, como ya vimos con «la agricultura de residuo cero». Pero en fin, si este impulso les ayuda a ganar terreno, bienvenido sea.

Redacción: Caridad Calero

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