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Con la desaparición del mundo rural está en juego la pérdida del verdadero sentido de nuestra vida, asegura el poeta Basilio Sánchez (Cáceres, 1958). Médico de profesión, Sánchez es autor de una dilatada obra poética que pone su mirada ética, compasiva y contemplativa en los detalles pequeños, en la naturaleza de las cosas, en el entorno que nos rodea y en lo que nos hace humanos. Con su último libro, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (Visor), ganó el XXXI Premio Loewe de Poesía. En esta entrevista para Cultivando el medioambiente, hablamos de la poesía como forma de resistencia, del poder curativo de las palabras y de cómo un cambio de valores y de objetivos en nuestra sociedad salvará al mundo rural.
Eres poeta y médico, un poco al modo de Chéjov. ¿Qué tienen de complementarias ambas facetas de tu vida?
La medicina y la poesía tienen un tronco común, ambas están basadas en el poder curativo y mágico de las palabras y en su capacidad para acompañarnos y consolarnos. Tanto en la literatura como en la medicina se establece una relación de ayuda. Los poetas y los médicos —como los antiguos chamanes de la tribu— proyectan sombras chinescas sobre las paredes de las grutas que ahuyentan la muerte y nos ayudan a encontrar el camino de la salida. Ambas, además, hacen del cuidado y de la escucha los fundamentos de su naturaleza. El médico ausculta al enfermo sentado junto a él. ¿No es también la escritura una forma de escucha, de atención minuciosa a los murmullos imperceptibles de las cosas, a su respiración y sus latidos?
Al principio renegaba de cualquier interferencia, pero hoy sé que estos dos espacios de resistencia frente al dolor y el sufrimiento se complementan de alguna forma. Con los años he empezado a apreciar lo que, en mi caso, la medicina le ha aportado a la poesía y ésta al ejercicio de la medicina. Quizás mi relación diaria con el dolor y la enfermedad estén en la raíz de una poesía que para mí ha sido siempre un lugar de acogida y de resistencia. La materia de la poesía es, sin duda, la propia experiencia, y ésta, en mi caso, ha tenido que nutrirse forzosamente de mi relación directa con la curación y el sufrimiento. De manera recíproca, es posible que la poesía, a su vez, haya podido moldear, con ese espíritu de aceptación y comprensión del que hablaba Miguel Torga, mi manera de relacionarme con los enfermos.
La contemplación de la naturaleza recorre buena parte de tu poesía. Podríamos hablar incluso de cierto panteísmo, ¿no?
En mi primer libro, A este lado del alba, publicado en 1984, no es difícil rastrear la influencia de los pocos autores que entonces constituían mi bagaje literario, entre ellos Vicente Aleixandre, que logró transmitirme (y probablemente a toda mi poesía posterior) su vigoroso panteísmo vitalista, su deseo de aprehender la realidad a través de los sentidos, su búsqueda del conocimiento total a través de una comunión amorosa con el universo.
Dice Zagajewski que la poesía no es más que una contemplación atenta de las cosas de este mundo con los ojos de la imaginación. La mía es una forma de entender la escritura que arraiga en una larga y fructífera tradición de poesía meditativa y que pretende conciliar en el poema el pensamiento con la imagen y el sentimiento con la ética. Una mirada contemplativa sobre todo lo que me rodea, que pretende ser ética y que me obliga, entre otras cosas, a dialogar con el entorno para disfrutarlo, protegerlo y respetarlo.
Como ocurre en la naturaleza, reivindicas lo que se hace lentamente, las pequeñas cosas, los detalles. “Amo lo que se hace lentamente, / lo que exige atención, / lo que demanda esfuerzo”. Me parece una buena filosofía para resistir en esta época en la que las prisas nos devoran y vivimos en la cultura del usar y tirar.
El silencio y la lentitud son las condiciones necesarias para la creación poética, pero el ritmo de la vida actual, incluso en ciudades pequeñas como la mía, no nos los facilitan cuando queremos, por eso los poetas tenemos que buscarlos como lo hacen los espigadores: agachándonos un momento en medio de la multitud.
Tanto en la vida como en la literatura procuro cuidar de lo pequeño, de lo que está cerca de las manos, de lo que exige atención y demanda esfuerzo, que es lo que en definitiva nos humaniza. Si alguien me lo preguntara, yo creo que mi posesión más preciada es mi capacidad para valorar muchas pequeñas cosas insignificantes. Esas cosas frágiles, pero perdurables, que tanto necesitan que las cuidemos y protejamos, son las que fundamentan nuestra existencia.
Dice la poeta italiana Antonella Anedda que la realidad no es tenaz, que necesita de nuestra protección, que las cosas se hunden y mundos enteros desaparecen. Que si algo puede hacer el lenguaje es excavar una y otra vez un espacio en cuyo interior nada sea superfluo, un espacio manso donde los objetos y los seres respiren los unos al lado de los otros, tengan duración y luz. Y yo creo que es verdad, que la función última de la poesía no es otra que la de excavar, mediante las palabras, un territorio ético, un recinto moral, ese espacio compasivo del que nos habla también la poeta y filósofa Chantal Maillard, en el que podamos vivir con dignidad los unos con los otros y con las cosas que nos rodean, donde podamos amarlas, gozarlas y protegerlas.
En este sentido, reivindicas una vida austera, como ocurre también con tu poesía, “la austeridad de los que escriben como el que excava en un pozo”.
Yo creo en la poesía que asume una conciencia humanista de la existencia, que intenta situar al individuo en armonía con su entorno y que, al margen de honores y beneficios, no ambiciona otra cosa que la obra bien hecha. Esta manera de entender la escritura no cabe duda de que cuestiona la forma de vida que tenemos y subvierte muchos de los valores de nuestras sociedades actuales. Frente a la inmediatez y fugacidad de mucha de la poesía que se hace ahora, echo de menos la poesía que se escribe con atención y lentitud. Frente a una forma de vida singularmente pulcra en lo material, pero enormemente pobre en lo espiritual, en la que se valoran por encima de todo la riqueza, la comodidad y la complacencia hedonista, también echo de menos la austeridad, la humildad y la simplicidad. Y esto me parece tan necesario en la vida como en la literatura.
En tu último libro escribes: “Somos hijos de un árbol / al que le falta una manzana”. Hay una clara alusión a la Biblia y también, de nuevo, a nuestra deuda con la naturaleza, de donde venimos, aunque parezca que lo hemos olvidado.
Al igual que en mi libro anterior, Esperando las noticias del agua (Pre-Textos, 2018), muy próximo en el tiempo de escritura, los poemas adquieren en determinados momentos un tono cercano a la admonición bíblica o al desarrollo de un réquiem. La utilización en algunos de los textos de los símbolos de nuestra tradición recogidos en el Antiguo Testamento, como el pastor, el cordero, el pájaro, el árbol o el desierto, busca —entre otras cosas de índole más espiritual— reconstruir el escenario mítico de un paisaje rural en extinción para indagar en las actitudes que, a modo de resistencia activa de carácter moral, nos pueden ayudar a superar las inclemencias de una época que en muchos de sus aspectos esenciales adolece de inanición y de sequía.
Vives en la ciudad de Cáceres y conoces bien el mundo rural. Ahora que se habla tanto de la España vaciada, ¿qué es lo que está en juego con la pérdida del mundo rural, de su cultura milenaria?
Está en juego la pérdida del verdadero sentido de nuestra vida. Con el crecimiento de las ciudades, lo superfluo ha ido sustituyendo poco a poco a lo necesario. No reniego de las ciudades, por supuesto, pero pienso que se han desvirtuado los objetivos y que lo que nos mueve en ellas, lo que nos impulsa en nuestra vida cotidiana, a menudo no son más que sucedáneos de la felicidad. No sé muy bien qué es la felicidad, pero el sentido armónico de la vida —que tanto se parece al concepto que yo tengo de ella—, el equilibrio con lo que nos rodea, es probable que se pueda conseguir con muchas menos cosas y más simples, algo que todavía está a nuestro alcance en otras formas de vida más sencillas que perviven en lo que para muchos es la periferia de las ciudades y que representa el mundo rural. La ironía posmoderna y el escepticismo autosuficiente sobre los que basamos nuestras relaciones humanas y con los que nos movemos diariamente por las calles de nuestras ciudades, se curan, en un momento, con un paseo solitario por el campo.
Hay un libro de John Berger, Un hombre afortunado, en el que retrata la vida de un médico rural en una zona deprimida de Inglaterra. Y uno comprueba el valor de su trabajo, la importancia que tiene. Como médico, ¿crees que la falta de una asistencia sanitaria adecuada es uno de los males del mundo rural?
Yo pienso que los males, y sus posibles soluciones, son siempre personales. Más que la falta de una asistencia sanitaria —que probablemente las administraciones se empeñan en cubrir, con todas sus limitaciones, de la mejor forma posible—, lo que echo en falta son actitudes como las de John Sassall, el médico sobre el que escribe Berger, capaz de atender con dedicación y empatía a los 2.000 habitantes de su comarca rural. Su entrega incondicional a sus pacientes, que le lleva a compartir con ellos, más allá de sus propias posibilidades, sus sufrimientos y desvelos, y su visión integradora del enfermo —parcelada en especialidades en los grandes hospitales urbanos—, son las cosas que contribuyen a hacer de ese mundo rural en extinción una forma de vida en plenitud capaz de seducirnos.
¿Por qué no se ha conseguido evitar la sangría y la despoblación? ¿Y qué se puede hacer para evitarlo?
No se ha podido evitar esa sangría porque nuestros objetivos vitales, los presupuestos sobre los que fundamentamos actualmente nuestra búsqueda de la felicidad, no es posible encontrarlos en los pueblos y en el medio rural. Sólo cuando descubramos que la verdadera realización personal se mantiene al margen de los ideales de bienestar que las sociedades modernas nos imponen, podremos recuperar la confianza en formas de vida más sencillas y naturales.
Todos tenemos la obligación de desarrollar los aspectos más elevados de lo que somos, y esto, donde mejor podemos hacerlo es en medio del silencio, la lentitud y la belleza que nos proporciona, todavía, nuestro medio natural. Ahí es donde Thoreau encontraba la alegría, que es, sin duda, la condición de la vida.
En todo este debate, ¿crees que la poesía es una forma de resistencia?
Yo pienso que la ética es parte fundamental e indisociable de la experiencia estética de la poesía. Creo en la poesía como lugar de acogida y de resistencia. La poesía es ese recinto ético que ha sido levantado con todas las voces y todos los anhelos a lo largo de la historia, esas cuatro paredes que los hombres y mujeres nos hemos visto obligados a levantar a la intemperie para proteger nuestra intimidad, nuestros deseos y nuestros sueños. Toda obra de arte, y la poesía es una de sus manifestaciones, tiene la obligación de hacer una conquista, que es la de crear un espacio de resistencia perdurable e iluminador en el que la belleza deje de ser un fraude para convertirse en verdad.
Por Javier Morales / El Asombrario